En la época del instituto se hacía especial hincapié en la ortografía y el vocabulario mediante libros de lectura obligatorios, descontando décimas en los exámenes de literatura o exposiciones orales en las que se debía cuidar tanto la estética en la lengua escrita como en la oral.
En aquella época fue el primer contacto con los ordenadores e internet, primero en la biblioteca y luego mediante un arcaico ordenador que mi padre puso en mi habitación para poder llevar a cabo las tareas que nos encargaban llevar a la vuelta a casa.
Y entre medias de los deberes, algún que otro desliz en internet mediante Messenger, myspace, fotolog y Tuenti.
¡Qué nostalgia! A algunos ni os sonarán y otros tendréis un vago recuerdo de estas webs que ahora tienen su reflejo en las aplicaciones de los smartphones.
Por aquel entonces todos los adolescentes comenzábamos a contar también como accesorio con móviles y el servicio mensamanía (para aquellos más jóvenes aclararé que se trataba de cien sms para enviar a la hora que se quisiese y al número que deseases de manera gratuita hasta llegar al último).
Más recientemente Twitter, cuyos mensajes tienen carácter limitados y que nos obligaron a sintetizar, comernos palabras o en el caso de los que no éramos capaces de lo anterior, en escribir varios consecutivos para poder expresarnos.
Los profesores temían a estas novedades, sobre todo aquellos dedicados a las letras ya que decían que por el mero hecho de ahorrar estábamos provocando la muerte a cámara lenta del lenguaje.
Ya en aquella época el que conocía palabras cultas era el bicho raro. Aquel a que le encantaba conocer el significado o palabras que otros de igual edad desconocían. Aquel que leía el diccionario con la intención de completar un día el rosco de pasapalabra o simplemente por avidez lectora por no tener otra cosa más cercana para leer.
Hace ya de esa época casi veinte años y ahora, tras haber alternado la literatura cultivada en el ámbito laboral y académico con las erratas vulgares del lenguaje coloquial, he constatado que efectivamente la lengua se ha visto despojada de toda su riqueza y esplendor en pos de la simpleza y la ley del mínimo esfuerzo.
Da la sensación de que en vez de ejercitar el músculo que es el cerebro, debido a la premura, buscamos desconectarlo, aletargarlo o convertirlo en un haragán.
En la época de la globalización, del acceso rápido al conocimiento en cualquier punto del planeta decidimos emplear cada vez términos más sencillos, llanos y hasta bajunos.
Y el ejemplo más reciente y que mejor ilustra esto es el estreno de la nueva versión de la última novela de Jane Austen: “Persuasión”.
No por la versión en sí, ya que el hecho de llevar a una plataforma de renombre mundial y fácil acceso a la población ayuda a conocer a autoras tan maravillosas como Austen; sino porque en el afán de reconvertir clásicos en pura actualidad se desdibuja lo extraordinario de la escritura de la británica y lo hermoso de los párrafos que podemos encontrar en sus obras como Orgullo y Prejuicio, Sentido y Sensibilidad o la citada Persuasión.
En este artículo no entramos a valorar esta nueva visión de una de las novelas más icónicas y profundas de Jane Austen, sino simplemente queremos hacer que usted, querido lector, se haga una única pregunta a través de una insignificante muestra:
Que ha derivado en un escueto:
Now we’re strangers. Worse than strangers. We’re exes.
Ahora éramos extraños. Peor que extraños. Éramos ex.